Escribo ante la indiferencia de un cielo que, aplastado por una atmósfera cargada de vapores cansinos, apenas se ha engalanado para el ocaso. Tenues grises y violetas decoran ese horizonte que se va poco a poco agotando para dar paso a una noche calurosa más, en la que se añorará la brisa y esas temperaturas más amables de días atrás. Todo está como estancado en un continuo ardor en el que la vida se ralentiza y en el que ni se esfuerza por caminar; cuesta hasta encontrar las palabras y convertirlas en música. Hay una cierta desgana y uno entiende esa apatía de algunos por la vida, ese no pensar, ese existir a base de impulsos y con ideas prestadas de los otros. La indolencia trae consigo males, muchos males, que ahora esta sociedad nuestra, siempre quejumbrosa, cosecha. La culpa es zarandeada de un lado a otro, pues nadie quiere cargar con ella y achaca cuanto acontece a éste o aquél, como si uno fuera un mero espectador al que le hubiesen vetado el acceso al escenario en el que la realidad ha desfilado ante todos mostrándose tal cual era, aunque la hayan disfrazado con costosos aderezos para evitar su desnudez y esa verdad que a algunos zahería. Lo que más asombra es que todos se consideran víctimas inocentes de un sistema, como si ellos jamás hubiesen participado del mismo, como si durante lustros hubiesen vivido en una isla desierta, ajenos a cuanto acontecía. Fuimos pocos, muy pocos, los que supimos que esto acabaría estallando de un modo u otro, de ahí que no nos sorprenda; lo que desconcierta es que a los demás les pille por sorpresa. Demasiada abstracción y poca realidad.
Se creyó que el tiempo en el que se seguían las sugerencias del sentido moral había ya pasado, que era preciso ajustar el paso al de los demás y vivir de conceptos absolutos impuestos por los de arriba. «Doctor Zhivago» de Boris Pasternak.