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Septiembre

19 septiembre 2012

Estoy tan cansada que ni tan dormir puedo y van ya dos noches en vela; es lo que tienen los traslados. La vuelta al campo no ha sido tan idílica como imaginaba: el jardín, a causa de la sequía y de la falta de riego, se ha echado a perder; nunca he visto a la hiedra, a la majestuosa hiedra, tan triste y apagada.  Los campos sobrecogen por esa ausencia de agua y hasta ese otoño que empieza a pintar la campiña de amarillo está como desvaído, sin esa belleza que en este tiempo estremece. Tal vez sea el cansancio, tal vez sea eso. El silencio es una bendición; desde que comenzó el mes y fueron volviendo los vecinos, los ruidos se hicieron intolerables y ya no hallaba el modo de sortearlos; el bullicio de la ciudad empezaba a pasarme factura. Aquí, excepto por el ladrido de algún perro, sólo se oye el revoloteo de los pájaros que se enredan en los arbustos, el zumbido de las moscas y el crujir de las hojas que el viento alborota y desliza de un lado a otro. Después de colocar un poco, me he sentado a contemplar una extraña sinfonía de nubes que aturdía y chirriaba, demasiada mezcolanza.  Puede que se creyeran condenadas a la extinción y antes de irse, hubiesen salido todas a dar un último paseo; o quizá estuviesen desconcertadas por esa lluvia que ya no lava el cielo.  Un suave vientecillo impuso la cordura y se llevó los excesos; sólo quedaron las que precisaba el ocaso para ese juego de luces que regala cada día y también para que la calma imperase al final de esta tarde de septiembre. La quietud ha acabado invadiéndolo todo, aunque mi mente se resista a plegarse a ella. Cuando repose, veré de nuevo los campos empolvados por la luz ambarina del otoño. No me permitiré que se me escapen los dorados pese a que la tierra siga sedienta; me empaparé de esas fragancias que despiertan los sentidos e irrumpirá, como cada septiembre, la esencia de las cosas.

P.D.: Según concluyo estas líneas, ya de madrugada, la lluvia azota puertas y ventanas.