Mañana de otoño gris y ventosa. El aire agita el viejo mantel setentero de una de las mesas de la terraza, dejando sus vergüenzas al descubierto; su estampado, a base de coloridas frutas y de mariposas que revolotean por toda la tela, no casa con el cielo, con esa capota que ha ocultado los azules de días atrás. Pese a todo, sigue sin llover. Me he levantado, por primera vez en varios días, descansada. Los excesos de estos días pasados me han provocado distensiones musculares en ambas piernas; tengo un tobillo vendadito. Tras el enfado inicial, veo esta lesión mía como una bendición; será la única forma de que me conduzca con sensatez. Desde que me mudé, me he sentido como una hoja arrastrada por la corriente a causa de esos ruidos que me ofuscan, de esa hiperactividad que convierte mi mente en un calabozo del que sólo ansío salir. La casa parece de nuevo un hogar; logré expulsar los aromas de sus anteriores ocupantes para así acomodar los míos, que ahora se adornan con la embriaguez de los lirios y las delicadas fragancias de las rosas. Ya con más sosiego, me esfuerzo por no pensar en los proyectos que van día a día tomando cuerpo y por no contemplar sino el aquí y el ahora. De momento, mi prioridad es conservar la salud y terminar de revisar esa novela que, en teoría, estará en las librerías a finales de noviembre; me cuesta creerlo. A partir de mañana, me pondré con ese viaje que emprenderé en una semana; no me gustar dejar las maletas para el último día y preciso de un listado de lo imprescindible. En cuanto a esas posibles presentaciones de «Carta a Hedda y algunos cuentos» en otras ciudades, dejaré que sigan su curso pues el estrés que me provocan me privan del sueño y de la cordura. Ocurrirá pronto, pero no dejaré por ello de saborear el presente, éste que poseo durante apenas un instante, pues enseguida se va y deja de existir. Entretanto, seguiré construyendo mi destino, pero sin olvidar que es ahora cuando existo.
P.D.: Los lirios me los regaló el Príncipe de Los Lirios.