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Desconsuelo

28 octubre 2011

Ayer me metí en la cama con ganas de no amanecer. Hoy me he despertado contenta y muy descansada. Antes de desayunar, he bajado a echar un vistazo a las rosas; he cortado tres o cuatro de las pocas que van quedando, aunque se atisban capullos que, si las heladas no arrecian, puedan tal vez brotar; he vaciado y limpiado esos recipientes que uso a modo de jarrones y algunos, no todos, han vuelto a ser engalanados. Dado que las rosas son todavía pequeñas, las he puesto al sol junto al ciclamen, que me está dando más disgustos que alegrías. Me exige demasiados cuidados que, por falta de práctica, me resultan complicados; me da la impresión de que no me durará mucho. También yo he salido a la terraza, abrigada, a escribir con el viejo portátil, porque al nuevo, el que tantos problemas me ha dado, lo están revisando; parece que me vendieron un equipo defectuoso y están tratando de que la Casa acceda a darme uno nuevo. Ya no me creo nada, sobre todo después de los acontecimientos de esta semana, que, pese a ser conocidos, me han hundido en una profunda tristeza de la que no sé cómo salir; mucha lucha para tan poca recompensa acaba con el ánimo de cualquiera. El horizonte, tras las lluvias, está radiante y, pese a la distancia, aprecio las hojas amarillas de los árboles que escoltan a ese río que tantas nieblas nos regala. Añoro la cámara: cada vez que alzo la mirada, me encuentro con una fotografía que no puedo hacer y me entristezco aún más; el dinero es escaso y apenas llega para lo esencial. Necesito un regalo, una recompensa que me haga creer de nuevo que soy digna de ser amada, que saque a mi corazón de este oscuro encierro de noche oscura. Supongo que aunque la pesadumbre me haya acorralado, sigo siendo dueña de mis esperanzas, aun cuando anden, como el ciclamen, alicaídas. Conforme han ido transcurriendo las horas, esa alegría con la que recibí el día se ha ido trastocando en desconsuelo y ni siquiera el mensaje de M., que, contra todo pronóstico, ha abandonado su aldea cordobesa para venir a Castilla, me ha insuflado alientos. Me apena recibirlo con estos ánimos y no poder siquiera alojarlo, porque el frío de esta casa es terrorífico y carezco de los medios para expulsarlo. Al menos en esta mañana, atisbo un reguero de cielo dulce y largo.