Tersura

Hace más fresco que días atrás y las espigas se acunan con el viento. La vista se engancha en campos sedosos y brillantes que asemejan al pelaje de los animales y el alma se detiene en la contemplación; nada perturba el ánimo aunque haya razones para el desaliento. Castilla se pavonea con sus vestimentas de mayo, sencillas y suntuosas. Este año se ha engalanado más para desafiar al pesimismo, a esos siniestros augurios que prenden aquí y allá como si la esperanza fuera un mal a ignorar. A veces uno sin darse cuenta cae también en el desespero y piensa y repiensa en remedios descabellados que son más fruto de la desazón que de la razón y cuando el raciocinio se ausenta, se acaba cavilando sobre insensateces. Hay momentos para la acción y otros para la aceptación, pues perpetrar lo imposible de nada sirve salvo para erosionar morales y cimientos. Tras la feliz iluminación, sobreviene la paz y se regresa a lo pequeño. Cambio las insípidas rosas blancas del estudio por una roja más aromática e inspiradora, limpio recipientes y jarrones y fregoteo aquel pie de lámpara blanco cuyas pelusas contemplo desde la cama. Me topo una vez más con esa extraña vasija de porcelana a la que no sé qué uso dar; es una pieza única con un colorido entre rosado y rojizo recubierta con estallidos de cristales que asemejan a pétalos o a los besos que deja el carmín en mejillas y pañuelos. Recuerdo ese capullo de amapola que rasgué hace un par de días; los pétalos escarlata eran tersos y chispeantes aun cuando demandasen apresto. Sólo florecerán cuando sea preciso hacerlo, entretanto, guardarán su contenido en apretados capullos; así nos sucederá a nosotros. Hay que contener el aliento pese a que apetezca desbordarse y acariciar el mundo entero. Paciencia, esmero en lo que toca y henchir el corazón de confianza; una espera provechosa, por tanto, que nutra esas alas que desplegaremos tan pronto las circunstancias nos sean favorables.