Tarde o temprano, descúbrese una “apertura”, un deseo de amplitud y de libertad que no se satisface adecuadamente en este mundo. Un “impulso” interior, una llama encendida, que empuja más allá y descubre en el alma la vocación a la trascendencia.
Alguien ha hablado de un “sentimiento” oceánico, de los horizontes de un mar sin confines que parece poseer un estrecho parentesco con la interioridad del alma. O, mejor, que el alma se descubre, se tantea, en la belleza de un paisaje, que siempre continúa más lejos (o más cerca), más aquí o más allá.
Cuando seguimos y vamos dejando detrás las cargas que dificultan nuestros pasos; cuando vamos desprendiéndonos y desapegándonos de tanto equipaje: entonces –en la profundidad de la noche- se perciben las primeras claridades de la aurora, esos “levantes de la aurora” como decía San Juan de la Cruz…
Fr. Alberto E. Justo O.P
29 enero 2010 a las 20:12 |
Gracias, querida, gracias.