Archive for the ‘Música’ Category

Guirigay

27 marzo 2020

Creí que el enemigo a combatir era el Coronavirus, pero no: el mal que nos aqueja es el egoísmo y también la terquedad. La necedad, que se junta con ese obstinado quererlo todo sí y con el afán de destacar y ser estúpidamente querido o aceptado, se menea al compás de cualquier melodía. La estulticia edifica sinrazones a base de mentiras; las “guerras” que libramos a diario parten siempre de la mentira, de negar al otro su derecho a existir y, llegado el caso, a discrepar del pensamiento único que se impone en nuestra sociedad en todos sus estratos: en la familia, en la comunidad de vecinos, en el trabajo, en el colegio… La belleza que acompaña cualquier veracidad es maldecida y pisoteada; y cuando se maldice, el gusto se amarga y se pone mal cuerpo. El corazón, fiel a su esencia, siempre nos reprende puesto que no fuimos creados para la inmundicia, sino para arrellanarnos en esa vieja y coqueta butaquita en la que solíamos repantigarnos a contemplar la vida cuando había tiempo y sosiego, como en aquellas tardes de verano en las que hasta el bullir de las moscas sonaba a música celestial. Cuando las tropelías se perpetran en “masa” se justifican con un sinfín de disparates en tanto contribuimos a enmarañar más ese guirigay en el que, a falta de razones, vivimos por decisión propia.

Agradecimientos

20 diciembre 2017

Fregoteo un poco el suelo; es mi forma de hacer ejercicio pues estoy condenada a un semireposo a cuenta de un esguince de tobillo que me precipitó desde las alturas, de una silla a un frío suelo de baldosa; se retorció el pie con tanto brío que luzco moratones y buena inflamación; todo por tratar de apresar el pimentón dulce para las lentejas. De camino al hospital, temí matarme de nuevo; eran tales los dolores que no podía superar los 60km por hora en la autovía: mantener la atención me exigía colosal esfuerzo. Tras la valoración inicial, me informaron de que me aguardaba una noche larga; les conté mi historia, mi miedo a estazarme con el coche y a conducir de noche. Ni tiempo me dio a acomodarme; mi nombre resonó a los pocos minutos por megafonía y, en silla de ruedas, recorrí pasillos y vi en una sala de espera un dolor que me traspasó el corazón, en tanto hacía ímprobos esfuerzos por contener las lágrimas que luego, de camino a casa, fluyeron a mansalva. Me sentí, pese a mi estropicio y a un montón de males que me aquejan, afortunada y no cesé de dar gracias a Dios por cuanto a diario me regala, incluido este esguince que me tiene recluida. He comprobado que la gratitud es milagrosa; cuanto uno agradece deja de pesar y se hermosea de tal modo que hasta una bendición pareciese. La gratitud, aun en los momentos más aciagos, ha sido el mejor descubrimiento de estos últimos y áridos meses. El poder del agradecimiento trasciende todos los límites y torna lo imposible en verosímil. Así sí se puede vivir.

Pisto con Rachmaninov

10 noviembre 2017

Atempero el frío con un caldito mientras saboreo un ratito de descanso. Son días intensos, de muchos trajines, de ires y venires sin resuello; pareciera que el fin del mundo se avecinara y hubiera de resolver en pocos días el resto de mi existencia. Y hay que afrontar asuntos, pero sin ser vapuleada por un torbellino de quehaceres que, a diferencia de los que perpetro a diario, son enojosos y aun estrafalarios. La vida depara situaciones insospechadas que avasallan por desconocimiento. Una vez analizadas con sosiego, los ribetes cotidianos se imponen para devolverme el sentido de la realidad, que sigue conmoviendo si dejo a mi mente reposar; me deleito entonces con un baile de hojas, con festones de nubes, con ramas desnudas de fronda y vestidas de poesía, con un pisto sonrojado en el último momento con los pocos tomates que ya van regalando las huertas. Y mientras revuelvo los ingredientes y voy añadiendo un poco de rojo o un poco de verde, hasta que los colores y sabores adquieren la textura precisa, gime el piano con el romanticismo nostálgico de Rachmaninov. Y en ese preciso instante, nada perturba el ánimo. Nada ni nadie pueden robarme ese momento que ya jamás viviré, pero que mientras existió me rodeó con brazos maternales.

Maracas

4 septiembre 2016

No hay desaforados gigantes dispuestos a engullirme al primer descuido, sino molinos de viento cuyas aspas giran conforme a sus premisas y no a las mías. Tan pronto se desvanece la sensación de peligro, gracias a una conversación telefónica, el terror va poco a poco abandonándome. Red-Parasol-detail-c-Louise-Dahl-Wolfe-Vogue-Archive-Collection-Courtesy-of-Lumas-Gallery-LondonPara conjurar la angustia, bailo al son de bossa nova y de Carmen Miranda con una colorida maraca que adquirí días atrás con la intención de agitarla cuando el horizonte se emborronara. Hay motivos para caer en el desespero, el que arrambla con cuanto poseo, así que me contoneo con una maraca al tiempo que canto a voz en cuello. Tras la danza, me han venido a las mientes un montón de razones por las que sentirme orgullosa de mí misma. Las he enumerado mentalmente y, para dejar constancia de mis diminutas hazañas, las he escrito y descrito en mi libreta verde manzana, la de las magias. Me he puesto un límite de cien logros; eran demasiados, lo sé, pero había que intentarlo. Según me manchaba de tinta, me he llenado también de emoción y alegría. Me he remontado a la infancia, a la adolescencia, a la primera juventud y he hallado pequeños y hermosos gestos de los que, sin ser grandes gestas, me enorgullezco. Es maravilloso recuperar la propia piel y sentir que de nuevo la vida me pertenece; al hacerlo, la esperanza comienza a cosquillearme y a susurrarme bondades: saldrán buenos frutos de mis andanzas.

Caprichos

7 mayo 2014

En primavera, las temperaturas danzan a capricho y si escalan alturas elevadas, me desplomo. En estos días me tengo prohibido salir de casa, pero esta mañana, ¡tonta de mí!, salí a cortar unas rosas, cuando el calor ya golpeaba, y desde entonces apenas me concentro en nada y a cada poco cierro los ojos para librarme de la desgana. AlexisEscucho entonces los rumores de la primavera que son bellos y cristalinos; los pájaros trinan con inusual viveza, las moscas buscan acomodo y a veces golpean los cristales con testarudez y las abejas emiten sus habituales zumbidos en una atmósfera en la que reina la quietud, aunque la efervescencia de la vida se acabe imponiendo aun en medio del silencio. Y pensaba esta mañana cómo podría disfrutar de estas lánguidas horas en un piso, en la ciudad; me vería obligada a acercarme a un parque y a agotarme aún más. En estos días de mayo, pese a la atonía propia de la primavera, es cuando más disfruto de esta casa, cuando menos me quejo de ella, cuando más agradezco al cielo el permitirme habitar entre sedosos campos de cebada que ahora se tersan y cobran otra tonalidad, más tenue y a un tiempo más fulgente; cuando la vista los contempla, dan ganas de alargar los brazos y de acariciar las espiguillas para sentir su cosquilleo y su aroma.

Sigo con mis escritos y con mis lecturas. Después de «Cranford», eché mano de uno de aquellos volúmenes que vinieron hace tiempo desde Córdoba en cajas de cartón y me topé con una bonita sorpresa, «A death in the family» de James Agee; me recordó algunas cosas que últimamente había olvidado y me estremeció con sus bellas palabras, con vocablos envueltos en exquisita poesía que he buscado una y otra vez en mi diccionario de inglés con la esperanza de retenerlos y de quizá recrearlos. Thomas Hardy es ahora el objeto de mis desvelos.

P.D.: El vídeo es de Jane Burden Morris.

Stairway to Heaven

14 diciembre 2013

Ha llovido y ha templado. Aun así  tanto el «fairy» como el aceite de oliva han cambiado de textura a causa de las heladas nocturnas; están más sólidos y menos líquidos. Duermo con la mantequilla para poder extenderla sobre el pan de centeno del desayuno, al que luego añado mermelada de frambuesa. GehartzEso de estar con fiebre tiene también sus ventajas. La cabeza no asimila más trabajos, más escritos y hay que hacer otras cosas; me he centrado en limpiar y en ver pelis. Quise colocar el Nacimiento, pero preferí asear antes el suelo de la casa con la mopa y el aspirador; ya para mañana. He fregado el estudio y el dormitorio y ahora huelen a limpio y a otoño. En un ratín cambiaré las sábanas y dormiré como una princesa, pese a la tos y a los antibióticos. He postpuesto un montón de cosas a causa de ese nuevo proyecto en el que he estado inmersa durante casi un lustro; parece que tiene otro apresto, otro color. No sé cómo iré solventando los retos que en unos días saldrán a mi encuentro con este cuerpo aquejado de infecciones y de un inmenso cansancio a causa de tanto laborar y de poco descansar. Pronto, muy pronto. En estos días, he visto al egoísmo hacer de las suyas y afear un poco los decorados, pero también he visto a ángeles que me han tendido sus manos para sostenerme, para abrazarme y darme calor. Y al disponerme a apagar el portatil, he escuchado a Led Zeppelin, «Stairway To Heaven», una canción que me ha acompañado desde la niñez. Me he conmovido al recordar aquella habitación de la música, como la llamábamos, en la que mi tía se encerraba con sus cosas y yo con ella y allí el mundo era muy bonito, como de cristal, como un adorno navideño, brillante y cálido. Nada perturbaba y allí me acomodaba casi siempre en el suelo; para mí era un peldaño más en esa escalera que conducía al cielo, en la que creía y sigo creyendo.

P.D.: Mi espíritu, como la canción, se me ha ido también hacia el oeste. Persiste en la misma dirección. A eso lo llamo yo tozudez.

Ilusiones

6 mayo 2013

No logro, pese a  los varapalos, volverme más realista, sino más optimista. Y no es sólo por la presentación de « Carta a Hedda y algunos cuentos» en la Feria del Libro de Valladolid, que avivó las emociones de la autora y de cuantos se dejaron caer por aquel frío salón de actos. Fue asombroso: tras mis palabras, hubo aplausos, besos y fueron varios los que entonaron un cálido y hermoso gracias; aunque horas antes se atascaran y no hubiera modo de articularlas, se deslizaron con suavidad, como esas plumas que acarician y provocan cosquilleos. La realidad pinta los cielos de gris y todos los males parecen haberse concentrado en mis pobres lumbares. Estoy contenta, sin embargo, y hasta el dolor me parece una bendición porque el sentir las punzadas significa que ya no soy toda ya un tormento, que hay partes de mi cuerpo que ya no lloran; un maravilloso regalo, como esta canción de Joni Mitchel que llevo tarareando durante semanas y que me traslada a otros escenarios en los que las ilusiones se prenden con garra por temor a ser arrancadas. No hay modo de expulsarlas y aunque la vida me haya mostrado, como en la canción, ambas caras, siento que queda el mejor trecho; no hay frustraciones ni lamentos: todo es tal y como debió ser, aunque la enfermedad se haya apoderado de mí. Sueño con ir a París, con recorrerme sus cafés con una libreta, con pasear por sus parques y embeberme de primavera, con almorzar en una terraza de los Jardines de Luxemburgo, con visitar museos y exposiciones, con rebuscar en mercadillos de ropa y antigüedades, con encapricharme de alguna bagatela que a mí se me antoje un tesoro, con enamorarme, con comprar un ramillete de flores frescas, un sombrero y contemplar los escaparates de Rue du Faubourg Saint-Honoré. Cuando las penas me sumerjan en un lodazal de lamentos, quiero recordar que amo la vida y que ella también me ama, que nada ni nadie podrán arrumbar mis esperanzas si yo no lo consiento. Lucharé con fiereza pues no quiero acabar rodeada de esas desilusiones que veo a mi alrededor, de ese aceptar lo que se tiene a regañadientes, de ese desapego de uno mismo, de ese desafecto que a ratos parece acaparar al mundo. Larga vida a las ilusiones y a esas lilas blancas y violáceas que perfuman la casa desde ayer, nunca hasta ahora me atreví a mezclarlas.

P.D.: Dejo el enlace para los interesados en el artículo que el ABC de Castilla y León publicó sobre mí y mi obra. En la foto aparezco junta a una bolsa personalizada que me encargó una buena amiga.

Día caluroso

2 abril 2011

La música de clavecín me relaja mucho y ayer estuve escuchándola hasta altas horas de la madrugada, a pesar de que me reclamasen tareas desde muy temprano. Anoche estaba empeñada en ver una película que, tanto por el argumento como por la interpretación de uno de los actores, reunía todos los ingredientes para hacerme fosfatina y, ¡tonta de mí!, seguí frente al televisor, mientras notaba cómo las cervicales se me iban tensando. Tras los títulos de crédito, los nervios comenzaron a extenderse a espalda, brazos y piernas; fue entonces cuando decidí escuchar música y leer cuanto pudiera sosegarme a fin de sacarme el susto del cuerpo. El día había sido, al igual que hoy, inusualmente caluroso; salí a contemplar las estrellas, a dejarme acunar por la noche. Los almendros, desprovistos ya de flores, empezaban a echar hojas. De un árbol que enmarca la puerta de entrada, una extraña variedad de plátano, colgaban una especie de campanillas, que se mecían danzarinas, al tiempo que se arracimaban como si quisiesen balancearse juntas; visto de lejos me recordó a esa vegetación propia de las estampas orientales. Los arces parecían desnudos, pero, al acercarme, descubrí que estaban cubiertos de una suave pelusilla, de la que luego saldrán hermosas hojas, ahora chiquitas, muy chiquitas, y medio rojizas. Seguí caminando hasta toparme con el elegante sauce de un vecino que sólo pasa aquí los veranos, el mismo que, ante mi estupor, taló hace dos años un hermoso ciruelo al que solía hurtarle algunas de las ramas que asomaban por encima de la valla. Esta noche me gustaría dormir bajo ese sauce, bajo esas tenues y titilantes hojas, sobre ese césped recién sembrado de primavera.

P.D.: El texto se refiere a la noche del jueves al viernes; ayer, no me fue posible publicarlo.

Men at work

19 junio 2010

Pensaba el otro día en mis años juveniles, especialmente los de los 16 y 17. Me acuerdo de J., del que estaba locamente enamorada, de su vespa roja, sus polos de Lacoste, sus Levi’s (lucía los vaqueros como nadie), de aquel bar oscuro en el que nos pasábamos las horas, siempre en el rincón, al final de la barra, junto a la cabina del pinchadiscos, porque entonces no había más que vinilo. Solía beber coca-colas, pero de vez en cuando compartía con una amiga una ginebra con limón que nos duraba toda la tarde y de la yo apenas daba unos sorbitos. Era la más joven del grupo y se reían de mi ingenuidad, de mi intolerancia al alcohol, de mi pacatería. Mi colonia , por aquel entonces, era Anaïs Anaïs de Cacharel. Recuerdo su tapón plateado y su frasco floreado. A J., en vez de embriagarle sus efluvios, le mareaban o al menos eso decía. Intuyo que no le disgustaban, pero disfrutaba fastidiándome; años más tarde descubriría que yo también le gustaba un poquito, aunque pareciera más bien odiarme. Íbamos de vez en cuando al bar del Parque de bomberos, porque allí los vinos y los cubatas, aunque pidiéramos medios, salían más baratos. A mí me daba igual ir a un sitio u a otro: lo único que anhelaba era que J. me llevara en su vespa roja para estar pegadita a él y abrazarlo a mis anchas.  Con el tiempo, me acabó confesando que cada vez que me veía aparecer con mi minifalda vaquera se volvía loco  y eso que  entonces se mostraban, a lo sumo, las rodillas. Lo disimulaba bien: no hacía sino ignorarme. Me la ponía con jerséis de algodón de colores: recuerdo uno rojo y otro naranja y creo que ambos llevaban un Snoopy en la pechera. A veces me enrollaba un «foulard» azulón sobre la frente que luego serpenteba por mis largos cabellos castaños formando una especie de trenza. Creíamos saberlo todo, aunque no supiéramos nada, de ahí que aparte de risas, hubiera muchos silencios, como si el mantener el semblante taciturno y pensativo fuera a hacernos parecer mayores. A mi esa pose me costaba mucho: no callaba ni bajo el agua y, además, se me daba mal fingir; las apariencias, y también la destrucción, vendrían después. Tan pronto J. cumplió los 18, se compró un coche rojo; era pequeño, cuadradito, puede que un fiat.  En cuanto llegaba a la zona que solíamos frecuentar, buscaba con ansiedad su coche, como antes había hecho con su moto.

P.D.: El año pasado, por estas fechas, me crucé con él. Yo llevaba una pamela enorme, de paja anaranjada y con un diseño bastante atrevido; miró el sombrero, luego me miró a los ojos y sonrió. Estaba tan guapo como siempre y las canas lo hacían aún más atractivo.

Recuerdo a Radio Futura y a un montón de grupos más. Pero si hubiera una canción que pudiera condensar aquellos años sería «Land down over» de Men at work.

Sinfonía de emociones

7 junio 2010

Ayer, tras dejar a C., en la estación estuve dándole vueltas a esta visita tan fructífera como inesperada. No me he quedado tan desconsolada como cuando  M. partió. Es probable, además, que regrese en otoño y cabe la posibilidad de que tal vez pueda hacerme una escapada a Menorca. Todavía sus aromas invaden la casa y esas rosas que, en otras circunstancias cambiaría, estarán en la que fue su habitación hasta que se desprendan los pétalos porque a ella le gustaban así. Me he quedado con sus pipas peladas, su periódico, su marcapáginas, el broche de plumas que me regaló, la esencia de lavanda y, sobre todo, sus palabras.  He reflexionado sobre ellas y también sobre las mías, he llorado un poquito pero también he sonreído al recordar sus flores en el pelo y cuando, ayer, de vuelta a casa me topé con un campo de amapolas, me dio pena no haber tenido a mano una cámara para enviarle esa foto que a ella se le escapó. Todas mis emociones, siempre a flor de piel, han entonado una hermosa melodía.

P.D.: Nuevos deseos a añadir a mi ya abultada lista: visitar Menorca y viajar a Hong Kong; también quiero ver a D.