Las hojas secas ya se arremolinan en calles y plazas y la exuberancia que trajo la primavera va dando paso al otoño poquito a poco. Los calores, aun intensos, no se sufren como antes y esa muerte que cada año nos deseca va ganando terreno, aunque se siga respirando y anhelando y confiando en un porvernir más venturoso. Me han sepultado en los últimos meses toneladas de envidia; la forma de odio más letal y, al tiempo, más refinada por la que el ser humano es capaz de todo. Las zancadillas abundan, pero también se descubre que antiguos “envidiadores” han recibido el mismo castigo que en su día infligieron a otros. Creemos erróneamente que nuestras maldades no tendrán consecuencias y que, con tal de humillar al prójimo, saldremos victoriosos. No es victoria, sino derrota y más pronto que tarde se acaba pagando por ello, pues ninguna tropelía queda exenta de sanciones. Curiosamente, se habla de los celos como un mal ajeno que nada tuviese que ver con nosotros, cuando sí lo hace. Tiendo a rebuscar el bien en los demás; llevo, empero, una extensa temporada en la que no me topo sino con muchedumbres de males. Anhelo bondades porque la toxicidad se extiende como una marea negra que todo lo engangrena. Pero uno puede, si así lo desea, abstenerse de podredumbres y ponzoñas y afanarse en la consecución de sueños. Codiciamos cuanto hemos descuidado, aquello a lo que por decisión propia hemos un poco renunciado. Sin olvidar, la materia, los dichosos dineros, a los que probablemente no podamos acceder, al menos de forma inmediata, pero sí poner los medios para alcanzarlos, aunque sea a largo plazo. De todos modos: se ambicionan más el éxito y las cualidades que las riquezas; hacer balance de nuestros pequeños triunfos y virtudes ayudará a enmendar el sendero y a llegar a una conformidad con nuestra existencia, con quien somos y seremos si le ponemos pronto remedio. Añoro un mundo más bello que no sé siquiera si existirá; aun así lo añoro y cuando lo añoro, lloro.
Deja una respuesta