Los ánimos van serenándose tras la avalancha de acontecimientos que trajo abril, un mes siempre amable y hermoso que este año me obsequió con males en tropel que algún día entenderé. Mayo ha de ser más benévolo, porque sencillamente ha que serlo. Aquellos tiempos en los que me zambullía en los paisajes castellanos quedan muy atrás, pero han de retornar muy pronto porque amo la vida y las infinitas posibilidades que a diario se nos brindan para hacer el bien y crear, con pequeños gestos, un mundo más liviano y más coqueto. Sería un mundo bordado de flores, de atardeceres impetuosos o somnolientos, según el día y las apetencias, de paseos a la luz de la luna, de tazas de café, de filmes y de lecturas que absorben de tal modo que uno olvida hasta su paradero. Y hace unos años me sentaba en una desvencijada silla de mimbre en un recoleto jardín a contemplar el relucir de los cielos, el revolotear de los pájaros, el cimbrear de las hojas de los árboles… Entonces cada brisa acariciaba el alma y susurraba historias de anhelos y esperanzas. Y todo acontecía en medio de un silencio que me llenaba de belleza, de paz y de verdad, que son, además, una misma cosa; era un silencio que enlucía, que bisbiseaba palabras de amor, de ese amor eterno que no gastamos los hombres, de esa infinitud en la que todo cobra tino y sentido. En esas extensiones yo moraba, y lloraba, y reía, y confiaba, y añoraba aún un porvenir mejor que habrá de llegar porque, tras lo sucedido, solamente restan bellezas y esplendores. Y cuando lleguen, reiré y soñaré en estancias almidonadas de paz y de belleza donde el mal jamás hallará acomodo.
Deja una respuesta