Escribo para asear la mente; las ideas fluyen a demasiada velocidad y a ratos se contradicen y si los deseos entran en conflicto, me sumerjo en un mar de dudas; de ahí que precise ordenarme, para discernir qué o no procede. Los días transcurren con placidez; agosto ha recuperado su idiosincrasia y el frescor matutino y nocturno obliga a recurrir a prendas más amorosas. Y el mundo, de este modo, resulta más limpio; el calor ensucia y aturulla. El bañarse en la piscina exige arrestos que yo, de momento, conservo y buen caldito a la salida. Y, aunque esté vacacionando, escribo para estructurar los propósitos. Mis vacaciones transcurren en mi propio hogar: si cambio las rutinas y me regalo pequeños placeres, como el ducharme despacito y el embadurnarme con cremas y aceites, mis jornadas adquieren trazas más lúdicas. Añoro esos largos veranos en los que la galbana se adueñaba de cada instante; pero gracias a este “veranear” mío, cuerpo y mente están inmersos en un estío sin fin, en el que cada diminuto momento es precioso. Si cada instante es perfecto, ¿para qué valernos de certidumbres? La vida es una constante sucesión de eventos inciertos; fue siempre así, por otra parte. Conviene, pues, congraciarse con la realidad para, de esa manera, existir de forma más plena, disfrutar de cada brisa, de cada noche estrellada y de la magia que crea el sol al reflejarse en el agua. Los vaivenes del día a día se viven mejor con belleza y esperanza.
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