Llegaron las nieblas y los fríos que este otoño nos ha escatimado hasta el punto de simular una templanza distinta a la rudeza propia de las altitudes mesetarias. Y esa tibieza me ha ayudado a vivir en esta ausencia de certezas en la que me hallo; la certidumbre me ha abandonado en una tierra de mezquindades desprovista de dulzuras: sólo hay asperezas que hielan el alma y que proceden del mal obrar de los hombres. Todos, con nuestros hechos y palabros, cambiamos la vida del otro y, de hecho, en ausencia de nosotros, esos males y bienes que modelan también existencias ajenas se esfumarían. Por tanto, nada es ajeno: todo y todos somos nosotros; eso sí: corren malos tiempos para la solidaridad y, sobre todo, para la responsabilidad. Lo que al prójimo acontece “no es mi problema” porque el que sí lo sea implicaría asumir responsabilidades que en este mundo resultan extrañamente odiosas e indecorosas. El admitir que de mis acciones derivan consecuencias que no siempre contribuyen al bien común supone mirar a la realidad de frente, aceptar los equívocos y reconocer que yerro si el amor propio, el desear verme siempre victorioso aun a costa de infligirme a mí y a los otros males, guía mis acciones y decisiones. Es de sobra conocido que ese supuesto triunfo jamás satisface pues arranca de esa mentira que nos contamos a diario para no afrontar nuestros desaciertos. Curiosamente, preferimos el vacío y la amargura a la sana y sensata veracidad. Y a resultas de este conducirse sin pensar, la pobre y magullada verdad no hace sino recibir escobazos. Así vivimos, a palos, sea o no Navidad.
Por si no quedara claro: Adoro la Navidad, la verdadera Navidad, la que se vive en silencio y en las entretelas del corazón ¡Felices Pascuas!
30 diciembre 2018 a las 12:37 |
Felices fiestas. Un beso