“La bondad del que da y la felicidad del que recibe van de tal modo unidas que no sólo se alaba al dador, sino al que recibe el don.”
—San Agustín.
Sin ese volcarse en el otro, no hay felicidad posible. Poco importan las consideraciones o recompensas: el pensar más allá de uno mismo reporta tantas ganancias que nada más se desea; la paz envuelve, el corazón salta de gozo en gozo y uno se siente morador del Paraíso. Se ha de padecer mucho para entender esto en su verdadera magnitud, para que el entendimiento penetre en lo recóndito, en donde andamos a tientas para evitar caer en pozos sin fondo, en esos fosos de los que salir puede llevarnos toda una vida porque, tristemente, preferimos las tinieblas. La luz desvela nuestras miserias, ciertamente, pero también ilumina semblantes y muestra la inagotable belleza que portamos. Somos tan hermosos que si pudiésemos vernos tal cual somos, nos llenaríamos de risas y cantares. Y a eso me refería cuando en el anterior post mencioné que el mejor barómetro para medir el acierto o desacierto de nuestras acciones y deseos era el escrutinio de la bondad, la verdad y la belleza ¿Deseamos el bien? ¿Buscamos que nuestros actos configuren un mundo más bello y, por tanto, más justo? ¿Creemos acaso que el alcanzar nuestras metas va a regalarnos una satisfacción duradera? El atiborrarnos a deseos que a nadie benefician, ni a nosotros mismos, provoca mala digestión, hartazgo de hastío y continua insatisfacción. Ahora que lo pienso puede que la clave resida en cambiar el gusto, en refinarlo, para que así los goces de la Eternidad— en ella ya vivimos pues el tiempo no existe— sean más sabrosos, para entrar de lleno en esa felicidad para la que hemos sido creados. Sí, también en esta vida. De la venidera, no me ocupo pues escapa por completo a mis sentidos. Eso se lo dejo a los místicos o, sin ir más lejos, a San Agustín en cuyas meditaciones me estoy deleitando.