Aljibe

Tras un atardecer sosegado he regresado a casa, después de un pequeño paseo en el que me he deleitado con las ramas de un almendral ya floreadas, aquéllas a las que el sol más acaricia. Me he topado también con un almendro en el que viejos frutos, muy resecos, convivían con algunos brotes; como si una parte del árbol se resistiera a despojarse de sus viejas vestiduras para envolverse con esos pétalos que anuncian, como voceros, que la primavera acecha. Ayer, conforme me iba acercando al pueblo, el castillo y la torre de la iglesia, encaprichados con los últimos rayos del día, brillaban para realzar su belleza. Ha sido un fin de semana dispar. El sábado lo consagré al descanso y a la lectura, arrellanada, junto a mi diccionario de inglés, en esa torcida butaca de mimbre que siempre acompaña a mis lecturas y disfrutando de ese sol que va poco a poco desentumeciendo las articulaciones, aunque sople todavía una brisa fresca que obliga a abrigarse y a guarecerse de insanas corrientes. Esta mañana decidí poner fin al caos que reinaba en el salón. La alfombra, pese a los cercos, se había secado; saqué el aspirador y me puse manos a la obra. Coloqué las sillas y el carrito de las plantas (una de ellas ya me ha regalado una preciosa flor amarilla) y, de paso, aspiré buena parte de la casa. Tras la comida, me tumbé al sol; apenas dormí un cuarto de hora, pero en ese espacio de tiempo me arremetió un tropel de acontecimientos: los tormentos que aquejaban a los desdichados personajes de «Cumbres Borrascosas» desfilaron ante mí de forma confusa, de suerte que todo parecía aun más enmarañado y, lo peor: entré a formar parte de la trama sin quererlo. Me desprendí de la pesadilla y cambié de planes: opté por terminar la novela que me tenía cautiva desde hacía pocos días. Desde el viernes he llenado mi alma de cuanto precisaba para afrontar los retos de la semana. El aljibe rebosa, pese a que las lluvias hayan sido escasas; me he aprovisionado de calma, dicha y esperanza.